Raúl Gustavo Aguirre: poeta, antólogo, traductor y crítico nacido en Buenos Aires, Argentina (1927-1983).

En el país de la magia, Henri Michaux

       A menudo se ven, de noche, fuegos en el campo. Esos fuegos no son fuegos. No arden en absoluto. Apenas, y aún sería necesario para ello uno terriblemente ardiente, apenas un hilo de la virgen que los atravesara exactamente por el centro sería consumido.
       En efecto, esos fuegos no producen calor.
       Pero tienen un brillo al que nada puede comparársele en la naturaleza (inferior sin embargo al del arco voltaico).
       Esas combustiones encantan a la vez que  aterrorizan, sin peligro alguno por otra parte, y el fuego se apaga tan repentinamente como había aparecido.


       Vi el agua que evita correr. Si el agua está bien acostumbrada, si es el agua de uno, no chorrea, aun cuando la botella se rompa en cuatro pedazos.
       Simplemente, espera que uno la introduzca en otra. No intenta volcarse.
       ¿Es la fuerza del Mago la que obra?
       Sí y no, al parecer no, porque el Mago puede no tener conocimiento de la ruptura de la botellay del esfuerzo que hace el agua para mantenerse en su lugar.
       Pero no hay que hacer esperar al agua durante demasiado tiempo, porque esta actitud es para ella incómoda y penosa de conservar y, sin que en un sentido exacto se pierda, podría derramarse en cantidad.
       Naturalmente, tiene que ser el agua de uno y no un agua de hace cinco minutos, un agua que justamente acabamos de renovar. ësta se derramaría en seguida. ¿Qué puede retenerla?


       Los Magos gustan de la oscuridad. Los principiantes tienen absoluta necesidad de ella. Ellos toman la mano, si me es lícito decirlo, en los baúles, los tendederos, los armarios de ropa blanca, los cofres, las bodegas, los graneros, los huecos de las escaleras.
       No hubo día en mi casa en que no saliera de la alacenaalguna cosa insólita, como ser un sapo, una rata, lamentandopor otra parte la torpeza y sin que se desvaneciera en el actosin poder tomar las de villadiego.
       Hasta se topaba uno con ahorcados, por supuesto falsos, que ni siquiera tenían la cuerda de verdad.
       ¿Quién puede sostener que a la larga uno se acostumbra a esto? Una aprehención me retenía siempre un instante, la mano indecisa en el pomo de la puerta.
       Cierto día, una cabeza ensangrentada rodó sobre mi traje nuevo, sin dejar en él, por lo demás, una sola mancha.
       Después de un momento —repugnante— como no se puede vivir uno igual, volví a cerrar la puerta.
       Tenía que ser un principiante ese mago, para no haber podido hacer una sola mancha en un traje tan claro.
       Pero la cabeza, su peso, su aspecto general, habían sido bien imitados.
       Ya la sentía, con un asqueado terror, venírseme encima, cuando desapareció.


(Au Pays de la Magie, 1942.)

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