Raúl Gustavo Aguirre: poeta, antólogo, traductor y crítico nacido en Buenos Aires, Argentina (1927-1983).

El ostiaco, Danielle Sarréra

       Ese gran invernal enlutado en una laguna seca, portador de antorchas mentirosas, y al que una sola patada enviaría a asarse en el Infierno, ese desvergonzado barbudo con ojos atascados de pelo de cabrón —qué hermoso y desnudo estaba con sus medias negras diciendo la misa—,  ese ostiaco rojo de las noches con sábanas arenosas, ese maestro en fin maestro en la carencia del crecer y en trampear, ese hombre, más poderoso que el interior de un huevo listo para completar el niño, más rico que los tapices de Babel donde los dientes fueron limados de manera diferente, era, será, y es en esta hora en que oramos su nombre que nadie se atreve a pronunciar por temor inquisitorio, el creador del vacío en que alojamos nuestras manos —¡y ellas sudan de ternura!— ¡y ellas saborean una desgracia de miríadas de siglos!, ¡y ellas gritan bajo el efecto de la quemadura demasiado ardiente de las tenazas!, y se abandona a lujurias jamás experimentadas por las mujeres de Sodoma y de Gomorra que no son tampoco mis hermanitas (¡las idiotas!) porque ese hombre, ese gran invernal de la espada de barro seco, es mi primer redentor. Lo ato al lecho y lo agoto, no con mi cuerpo, no con mis manos, no con mis labios (permanezco a distancia) sino con mis ojos cuyo estrabismo es tal que la noche entera se desespera en su interior.
       Vosotros siempre podéis tratar de nombrarme pero, para ser franca, no podréis nombrarme jamás, porque yo estoy ausente en el colmo de la ausencia. Tú que me conoces mejor, nada sabes de mí; tampoco disimulo, sino que todo me disimula. Tengo la vulgaridad penetrante de los ríos que no conocen los fetos que se les arrojan, que no conocen el sabor masculino de los guijarros que hacen rodar en ellos. Son sordos y ciegos, sin brazos y sin piernas: son mudos también.
       Uno podría ponerse sobre una cruz para probar. Pero las cruces sólo hablan a los muertos. En verdad, mis manos y mis pies están agujereados y sangran agua. Cuando analizo esta agua, está vacía de toda sustancia, incluso de agua.
       Soy un vidrio en el palacio de los vidrios, nada hay que separe. Delante, nada hay que ver. Detrás, ya no hay nada que ver. El cielo conoce la credulidad de la luz.
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       107 veces el hombre se levantó, 107 veces rompió el hielo, 107 veces elevó a la mujer al rango de insecto devorador. La cascada repliega sus aguas por no haber sabido ir hasta el punto en que el sexo se vuelve tan terrible en su forma y en su espíritu de trabajo (¡qué conciencia!) que  nadie puede entonces poseerlo. Sería demasiado agotador, y pienso en ello, considerar las imposturas aceptadas de una mujer tal como yo cuando ella se da. Sería necesario el hielo del Norte más Norte y su fija credulidad de invernador; sería necesario el límite de los límites, la frontera en que se cruzan las espadas heladas de toda pasión humana; sería necesaria la potencia 107 veces sucesiva y simultánea del cabrón más lúbrico (¡oh santa Catalina la Grande!), sería necesario un contador de veinte mil bolillas para contar los golpes de semejante especie.
       Grité tan alto mientras se encarnizaba el niño desventurado sobre mi cuerpo, grité tan alto y tan fuerte entonces que las hormigas flameaban entre mis piernas, grité tan alto y tan fuerte y tan tiernamente entonces que el hombre me empuñaba como si empuñara su propio desierto, grité tan tiernamente que ese niño y esas hormigas y ese hombre no podían ya más que desaparecer, anonadados en lugares desconocidos a mi violencia. Porque mi grito no es de ninguna manera de aquellos que tienen el gusto del diente y la saliva, del paladar y la lengua. Mi grito es espeso como veneno. 107 veces lanzado tenía el estilo de un ser amado, pechos y muñecas cortados.
       ¡Vosotras que queréis seducir, oh mis pellejas, no sois más que raza inmunda! Sabéis estar desnudas por falta de espíritu. Yo, toda ropa arrojada, estoy aún vestida con esta coraza que nadie jamás podrá quitarme: virgen irremediable virgen de las vírgenes.
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       No descansa jamás el sílex del sacrificio porque los festines de Dios son inconmensurables. Diles que eres la reina elegida para cometer el ultraje y que sin ti ya no habría fuego posible sobre esta tierra inmunda donde los sapos humean en la hierba. Descansa en el terror de no creer ya sino en mí, porque yo soy el único esclavo que podrás un día quemar. Llamearé  en el momento de tu saludo y tu último beso será la pimienta en la llaga que te ruego mantengas abierta cada día. Ya no tengo otra sonrisa que la de mi angustia acorralada en la ruina de estas tierras que jamás pudieron creer en mi nombre. Estoy hecha para gustarte en el colmo de tu odio. Estoy hecha para construirte con marcas de hierro candente y para destruirte a la hora que te sea propicia. Yo me llamo fidelidad a toda muerte elegida.
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       Desde una sola alma y un solo cuerpo, desde ese único ímpetu que destruye el fraude y echa por tierra el cráneo, machaca los pavimentos, desde esta soledad condenada donde se reúnen los cuervos podridos del espíritu derrotado, desde este lugar exiguo para nuestras grandezas insaciadas donde hemos visto vivir y morir desolados mundos de buena voluntad con fuentes en adelante inalcanzables, desde este recinto helado en el que ningún parto es posible, yo, la altiva servidora de una muerte mucho más muerta de lo que vosotros podríais creer, os dirijo este saludo, esperando con toda mi fe que os amase de desgracias y os haga deslizar de decadencia en decadencia hasta la hora muda de los crímenes lealmente consentidos que de los fantasmas que sois hará un mundo definitivo en el silencio irremediable.
       Pereceréis por el hastío, porque el hastío es el único amo del océano que os fija y os guía. Su dejadez es algo prodigioso de comprobar. La conoceréis con largos estertores de insuficiencia.
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       La ciudad no tiene casas. Mujeres y hombres tienen las manos cortadas. Es obligatorio. ¿Qué queréis hacer por lo tanto, pobres hipócritas, si vuestros pasos no dejan huellas (vuestras piernas están cortadas), si vuestros ojos ruedan en un vacío tan vacío que desde siempre vosotros no sois sino el vacío? Confesadlo en nombre de mi voz que va lejos: os habéis equivocado. Habéis vestido la misma camisa. Ya no hay entonces otra solución que romper la página y volver a empezar un nuevo párrafo.

(L'Ostiaque.)

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